Las paradojas de la popularidad

Ya no suenan los petardos. Ya pasó la resaca de los brindises ¿así se dice? Y ya entramos de lleno en un nuevo año, con sobresaltos: la inminente operación de Cristina Fernández, de un carcinoma encapsulado y sin metástasis en la tiroides, y la muerte violenta, aparentemente en una discusión con su esposa, el gobernador de la provincia de Río Negro, Carlos Soria.

¿Alguien se acuerda del 10 de diciembre?

Ese día, Cristina Fernández de Kirchner asumió su segundo mandato como presidenta de la Nación, por un nuevo período de 4 años, luego de ganar las elecciones en el mes de octubre pasado (hace un siglo) con un contundente 54% de los votos.

Además, el oficialismo recuperó la mayoría y el quórum propios en la Cámara de Diputados, y conservó la mayoría que ya tenía en el Senado, recuperándose con creces de la derrota sufrida en las elecciones legislativas de 2009 (el período jurásico).

A gran distancia, con el 17% de los votos, la elección consagró como segunda fuerza política nacional al Frente Amplio Progresista. Para quenes jamás escucharon hablar de eso, o ya se olvidaron de que existe, se trata de una alianza creada en 2011, compuesta por el Partido Socialista, que además gobierna la provincia de Santa Fe, el GEN de Margarita Stolbizer, desprendimiento del radicalismo con presencia en la Provincia de Buenos Aires, la Corriente por la Unidad Popular que orienta Víctor de Genaro, también en la Provincia de Buenos Aires, el Partido Buenos Aires Para Todos de Claudio Lozano, de la Capital Federal, y el Partido Nuevo de Luis Juez, de la provincia de Córdoba, además de organizaciones sociales como Libres del Sur (Humberto Tumini, Victoria Donda).

El peronismo no kirchnerista, el radicalismo y la coalición cívica quedaron sumidos en una profunda crisis, pero en política, y sobre todo en política argentina, nunca está dicha la última palabra. Y sobre todo, nunca está escrito el último alineamiento, y sino pregúntenle a Felipe Solá.

Macri, que había revalidado sus títulos en la Ciudad de Buenos Aires y no compitió en la nacional, se erige como la única figura capaz de juntar al centro derecha para 2015, y posiblemente sume para esa fecha a un sector del peronismo. Pero cualquier cosa que pueda pasar después del fin del calendario Maya es futurología barata.

Con este panorama, cualquiera diría que le resultará muy fácil gobernar a Cristina Fernández en los próximos 4 años. Pero esa foto es engañosa. Gobernar nunca es fácil, y los problemas no siempre están en la oposición.

Causas y consecuencias

Desde mayo de 2003 hasta diciembre de 2011 transcurrieron más de 8 años de una gestión que supo remontar momentos críticos como la debilidad de origen, el enfrentamiento con “el campo”, y la muerte de Néstor Kirchner.

A pesar de esos contratiempos, creció la economía, creció el empleo, se reestructuró dos veces la deuda externa obteniendo de los acreedores importantes quitas de capital, se canceló la deuda con el fondo monetario internacional, se re-estatizó el sistema jubilatorio, se anularon las leyes de impunidad, se reactivaron los juicios por crímenes de lesa humanidad, se celebraron miles de convenios colectivos de trabajo satisfactorios para empresarios y trabajadores, aumentó el salario mínimo vital y móvil, aumentó la jubilación mínima, la producción automotriz batió récords históricos, se puso en vigencia la asignación universal por hijo y por embarazo, se otorgaron subsidios estatales a familias, a cooperativas de trabajo, seguros de capacitación a desempleados, planes de vivienda social y obras de infraestructura social y económica, aumentó el financiamiento público de proyectos de investigación e innovación tecnológica. La valoración de todo esto puede ser discutible y seguramente será positiva para unos y negativa para otros, pero los hechos son evidentes.

También se afianzó un esquema productivo agrario-minero-energético extractivo y exportador, organizado y controlado por grandes conglomerados trasnacionales. Una agricultura basada en semillas transgénicas y en el empleo masivo de agroquímicos que contamina el ambiente y degrada los suelos ocupó la mayor parte de la tierra disponible, generando conflictos por la tenencia, el uso o el hábitat en zonas ocupadas históricamente por pueblos originarios. La ganadería y los cultivos tradicionales se desplazaron hacia las zonas menos productivas, y se destruyeron miles de hectáreas de bosques nativos. En minería se dinamitaron montañas, utilizando millones de metros cúbicos de agua y cianuro, degradando acuíferos y glaciares. En hidrocarburos, antes de que los contratos de explotación hubieran vencido, se prorrogaron por otros 20 años sin nuevas licitaciones. La explotación de las reservas comprobadas de combustibles se hizo a un ritmo mayor que el de las nuevas exploraciones y descubrimientos, y nuestro país se convirtió en importador neto de energía, aún a pesar de sus importantes avances en hidroelectricidad y energía nuclear. También en estos temas hay margen para diferentes valoraciones, pero los hechos son innegables.

Hoy la deuda pública se redujo en relación al PBI, si la comparamos con el valor de 2003, pero su monto total no bajó sustancialmente. Luego de los años de gracia obtenidos en las reestructuraciones, ahora todos los años hay vencimientos de capital e intereses que debe atender el presupuesto público, y que tienen un impacto importante dentro del total de gastos. A pesar de la mejora en los indicadores sociales y de empleo, millones de familias viven de las transferencias del estado, ya que no tienen otro ingreso, y como las tasas de crecimiento estimadas para el futuro son inferiores a las del pasado, no puede esperarse que el efecto “derrame” de los sectores a los que “les va muy bien” pueda solucionar el problema de los que “están como siempre”.

Por el lado de los ingresos públicos, si bien los precios de los productos de exportación permanecen altos en relación con los registros históricos, han comenzado una fase descendente, que impactará en los derechos de exportación. Esta realidad amenaza uno de los pilares del esquema de gobernabilidad de los últimos 8 años: el superávit fiscal.

El crecimiento del ingreso y del consumo trae aparejado un incremento de importaciones de combustible y de bienes finales, y una estructura industrial históricamente deficiente en términos de insumos, maquinaria y bienes de capital, no puede funcionar sin la importación de bienes intermedios. Ello amenaza el otro de los pilares del mismo esquema de gobernabilidad: el superávit comercial externo.

El llamado “modelo” que llena de orgullo al gobierno incluye todas las cosas que hasta aquí se han reseñado, y para bien o para mal, unas dependen de las otras: no son detalles fácilmente sustituibles, sino condiciones necesarias.

Los elementos dinámicos de la economía extractiva-exportadora, y la fuerte devaluación que contribuyó en un primer momento a sustituir importaciones, generaron el superávit externo. La apropiación de una parte de ese superávit por el Estado, y los años de gracia de la deuda reestructurada, produjeron el superávit primario con el que se pudo financiar la política social y cancelar parte de la deuda. La mejora de los ingresos por salarios y transferencias generó consumo. El consumo interno y la demanda externa generaron producción y crecimiento. La producción y el crecimiento generaron importaciones, ocupación plena de la capacidad productiva, agotamiento de las reservas de energía y, por último, pero fácilmente previsible, el incremento de precios internos que no se quiere reconocer oficialmente. El capital y los intereses de la deuda reestructurada comenzaron a pagarse, y el mundo desarrollado entró en crisis, afectando las economías de Brasil y de China, que son nuestros principales compradores.

El ciclo virtuoso de las políticas económicas constitutivas del “modelo” parece haber llegado a su fin, y la pregunta es cómo hará el gobierno recientemente plebiscitado para satisfacer las expectativas del 54% del electorado que lo votó.

Profundización, cambio o derrumbe

Un eficaz discurso electoral propuso la “profundización” del “modelo” del gobierno, pero las medidas que comenzó a tomar son de cambio: restricciones a la compra de dólares de los residentes y disminución selectiva de los subsidios a las tarifas de los servicios públicos.

Puede decirse que las dos medidas van en el sentido correcto, pero demuestran que

a) las reservas del Banco Central ya no son suficientes para estabilizar el valor del dólar, y

b) que los recursos públicos ya no alcanzan para contener el precio de la luz, el gas y el agua.

El gobierno no puede permitir que el dólar se dispare, ya que eso empujaría la inflación, que no existe pero que la hay, la hay. Pero la medida no va a ser eficaz porque la demanda de dólares para ahorro de los particulares no es el principal motivo de escasez, sino la demanda del Tesoro para pagar la deuda externa. Por otra parte, esto pone de manifiesto que a pesar del discurso nacionalista y latinoamericanista, la política monetaria luego del ciclo económico más exitoso de la historia, según la propia definición de la presidenta, no ha logrado restablecer para la moneda nacional una de las funciones esenciales del dinero: la de ser depósito de valor. Entonces, la parte de inflación que se debe al aumento del dólar va a continuar, porque el dólar va a seguir aumentando, aunque sea a cuentagotas.

El recorte de subsidios, y el consiguiente aumento de los servicios públicos, aunque no afecte a los sectores de más bajos ingresos, va a disminuir el ingreso disponible de las familias que resulten afectadas, que van a gastar menos o ahorrar menos. A las empresas les va a aumentar los costos, y van a trasladarlos a los precios. O sea que por su impacto directo e indirecto en el índice de precios, el recorte de subsidios potenciará la inflación.

No es creíble que esto se haga para “profundizar” los elementos redistributivos y solidarios del “modelo”. Si fuese una cuestión de “valores”, esta medida debió haberse tomado hace años, o nunca debieron haberse subsidiado las tarifas de los servicios públicos a grandes empresas ni a familias de clases media y alta de la pampa húmeda. Tampoco puede pensarse que este elemento regresivo de una política “correcta” sólo ahora fue advertido por un gobierno tan “lúcido”. Por lo demás, el sistema tributario argentino es uno de los más regresivos del mundo.

Las verdad es que estas medidas son necesarias para preservar los recursos del tesoro (subsidios) y las reservas del Banco Central (controles de cambios), pero serían eficaces si estuviéramos frente a una merma transitoria y no frente a un problema permanente: como hemos visto, el gasto público crece más que los ingresos públicos, y las importaciones crecen más que las exportaciones. El “modelo” basado en superávit comercial y fiscal no se puede “profundizar” porque se están agotando sus bases. El “agotamiento” del que hablamos no es un concepto figurado, sino literal y matemático: se acaba la plata.

Hay superávit comercial externo, pero ya no alcanza para financiar las mayores importaciones, pagar los vencimientos de la deuda, hacer política social, financiar las inversiones públicas, atender las necesidades de los gobiernos provinciales y subsidiar a las empresas concesionarias de servicios públicos. Demasiados objetivos para un sólo instrumento, un problema “de manual” en política económica que cualquier estudiante de economía aprende en tercer año, pero que ninguno de los brillantes economistas del gobierno o de sus centros de estudios afines supo o quiso ver.

Mantener el rimo de gasto y de importaciones requiere más deuda. No hacerlo requiere ajustar. Ambas cosas son cambios respecto del “modelo”. El gobierno empezó a hacer el ajuste, y desde hace tiempo que viene negociando con el Club de París para salir definitivamente del “défault” y poder recurrir a los mercados voluntarios de deuda. Pero eso no es gratuito.

La disminución de los subsidios es un primer paso. El gobierno habla de “sintonía fina” para que el ajuste recaiga sobre las empresas más grandes y las familias de mayores recursos, lo cual es loable. Pero hay otros ajustes menos publicitados, que salen a la luz sólo porque los afectados lo hacen público, y que son menos “progresivos” y, sobre todo, menos “recientes”.

Por ejemplo, que el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias no se eleve, hace que todos los trabajadores formales vean esterilizada una parte importante de los aumentos conseguidos en convenciones colectivas, porque es para pagar impuestos. Impuestos e inflación, entonces, carcomen los salarios, y esto es bien regresivo desde el punto de vista de la distribución del ingreso. Un fuerte reclamo de todas las organizaciones sindicales en torno a este tema impide su ocultamiento.

Otro colectivo agredido es el de los jubilados. Los haberes jubilatorios se actualizan semestralmente, y aunque la inflación real va por delante, al menos desde que la ley de movilidad está vigente, esta pérdida es menor. Pero a) debido a que los cálculos iniciales de haberes jubilatorios eran inferiores a los correspondientes, y b) debido al largo período de tiempo en que no hubo movilidad, actualmente el 75% de los pasivos cobran la jubilación mínima. Miles de sentencias judiciales firmes condenan al Estado a ajustar los haberes de estos jubilados, y otras miles se encuentran apeladas pero en primera instancia les han dado la razón a los demandantes. El estado no cumple con esas sentencias porque en virtud de la “emergencia”, que nuevamente ha sido prorrogada después de las elecciones, se establecen topes anuales a las cantidades que la ANSeS puede pagar en concepto de sentencias.

Gracias a ese voto patriótico y disciplinado de la nueva mayoría del Frente para la Victoria en el Congreso, la ANSeS tiene superávit operativo. El superávit de ANSeS alimenta el “Fondo de Garantía de Sustentabilidad Previsional”. Y ¿a que no saben para qué se utiliza ese Fondo? Para prestarle dinero al Tesoro, con el que se pagan vencimientos e intereses de la deuda externa, ¿Esto no es acaso un ajuste regresivo? A diferencia de la CGT, los jubilados no tienen tanta capacidad de organización y de presión. Y desde luego que este ajuste no es nuevo sino que empezó hace rato.

La situación económica internacional es complicada, pero su impacto en la Argentina todavía no es grave. Los precios de los productos que la Argentina vende al resto del mundo no son los más altos del ciclo, pero siguen siendo altos. Las cosechas podrán caer un poco pero garantizarán un ingreso al país y a las arcas del estado considerable. La inflación está comiendo de a poquito la competitividad de las industrias no tradicionales, pero con alguna maniobra con fórceps de Guillermo Moreno se podrá ir controlando sector por sector. Y con algunos acuerdos con Brasil podremos lograr que ellos no nos invadan con sus mercancías, aunque devalúen un poco más que nosotros. Y con la quita de subsidios se podrá seguir pagando la asignación por hijo y los planes sociales, y si llegamos con la lengua afuera todavía podremos echar mano de la última caja que queda, que es la de las obras sociales. Si los sindicatos protestan porque los ingresos de los trabajadores no igualan el alza de los precios podremos decir que están defendiendo sus privilegios, y si les quitamos la caja, les quitamos el poder que les queda y quedamos bien con la clase media.

Muy bien señores, la mesa está servida. Inteligencia no le falta al gobierno. Ni cuadros político-técnicos que se ven a sí mismos como “soldados”, capaces de instrumentar las medidas que surjan del núcleo estratégico de las decisiones, que siempre será coherente a fuerza de tener cada vez menos integrantes (salvo casos de esquizofrenia, no puede haber contradicciones allí).

Pero la verdadera cuestión es si en esta nueva etapa, que es de cambio en lo coyuntural y de profundización en lo estructural, el armado político del gobierno se fortalecerá o se debilitará. Las medidas coyunturales, esas que no se pueden mantener, son las que le depararon al gobierno el apoyo social. La estructura que se fue consolidando, a fuerza de favorecer a muy pocos conglomerados multinacionales, no le da votos ni mucho menos organización popular.

En las épocas de bonanza, cuando “había plata en la calle”, dejaron que se fugaran los capitales. Ahora que necesitan “competitividad”, esos que fugaron no lo van a traer. En las épocas de bonanza, cuando se podía llamar al nacimiento de un nuevo movimiento político y se podía fortalecer un nuevo modelo sindical, se optó por el PJ y por la CGT. Ahora que la cosa se pone más difícil, la CGT está por pararse en la vereda de enfrente, la CTA está partida por iniciativa del kirchnerismo, y el PJ es lo que siempre fue: una confederación de caudillos locales sin otro interés que el de permanecer en el poder. Como alternativa, La Cámpora, un grupo de jóvenes entusiastas con algún nivel técnico que les permite gestionar pero que no tiene capacidad de organizar ningún movimiento popular, no puede ser la apuesta a futuro del gobierno.

Por lo tanto, el gobierno no tiene plan “B”. Va a seguir como hasta ahora, y si la situación evoluciona favorablemente, se continuará emparchando aquí y allá. En el mejor de los casos, cada vez un porcentaje mayor de ese 54% que votó, podrá terminar pensando en lo que dijo Moyano, no porque lo haya dicho él, sino por la profunda verdad que hay en sus palabras: una cosa es inclusión social y otra muy distinta es justicia social.

Si la situación no evoluciona favorablemente, el armado actual del gobierno se derrumbará porque no podrá amalgamar todo lo que juntó. Tendrá que optar y generará rechazos en su propio frente interno. Comenzará una diáspora hacia otro, u otros, polos de atracción.

¿Quién atraerá a los dispersos? ¿La derecha con Macri de líder? ¿El FAP con Binner, De Gennaro, Lozano y Stolbizer? ¿La izquierda social, estudiantil y política? ¿Todos los anteriores, un poco cada uno? ¿Será una nueva crisis como la del 2001?

¿Será una paradoja de popularidad que, luego de conseguir el 54% de los votos, el kirchnerismo termine disgregándose en la política argentina? ¿Será sólo un deseo gorila y corporativo?

Los hechos siempre son testarudos.

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