Ante lo que se ha convertido hoy el Estado de Israel, un texto profético de Hannah Arendt escrito en mayo de 1948. "Salvar la patria judía", en el que propone un estado binacional
Fuente: Hannah Arendt: "Escritos Judíos". Edición a cargo de Jerome Kohn y Ron H. Feldman. Página 484 y ss. Ediciones Paidós Ibérica S.A. Barcelona, 2009.
Cuando el 29 de noviembre de 1947 las Naciones Unidas aceptaron la
partición de Palestina y el establecimiento de un estado judío, se dio por
supuesto que no sería necesaria ninguna fuerza externa para aplicar esta
decisión.
A los árabes les costó menos de 2 meses destruir esta ilusión y a Estados
Unidos menos de tres dar la vuelta a su posición sobre el asunto, retirar su
apoyo a la partición en las Naciones Unidas y proponer una administración
fiduciaria para Palestina. De todos los estados miembros de las Naciones
Unidas, sólo la Rusia soviética y sus satélites dejaron inequívocamente claro
que seguían estando a favor de la partición y la inmediata proclamación de un
estado judío.
La administración fiduciaria fue rechazada al mismo tiempo tanto por la
Agencia Judía como por el Alto Comité Árabe. Los judíos alegaron el derecho
moral a adherirse a la decisión original de las Naciones Unidas; los árabes
alegaron un derecho igualmente moral a adherirse al principio de libre
determinación de la Sociedad de Naciones, de conformidad con el cual Palestina
sería gobernada por su actual mayoría árabe y a los judíos se les garantizaría
sus derechos como minoría. La Agencia Judía, por su parte, anunció la
proclamación de un Estado judío el 16 de mayo, al margen de cualquier decisión
de las Naciones Unidas. Lo cierto, entre tanto, era que la administración
fiduciaria, del mismo modo que la partición, exigiría la intervención de un
poder exterior que impusiera su cumplimiento.
Un llamamiento de última hora a favor de una tregua, hecho a ambas partes
bajo los auspicios de los EEUU, fracasó a los 2 días. De este llamamiento había
dependido la última oportunidad de evitar una intervención extranjera, al menos
temporalmente. Tal como están las cosas en este momento, no se divisa ni una
sola solución o proposición viable en relación con el conflicto palestino que
pudiera aplicarse sin el peso de una autoridad exterior.
Estas últimas semanas de guerra de guerrillas debieran haber demostrado a
árabes y judíos lo costosa y destructiva que promete ser la guerra en la que se
han embarcado. En los últimos días, los judíos han obtenido algunos éxitos
iniciales que demuestran su superioridad relativa sobre las actuales fuerzas
árabes de Palestina. Los árabes, sin embargo, en lugar de negociar al menos
treguas locales, han decidido evacuar ciudades y poblaciones enteras antes que
permanecer en territorio dominado por los judíos. Esta conducta revela con más
eficacia que todas las proclamas la negativa árabe a llegar a compromiso
alguno; es evidente que han decidido invertir el tiempo y el número de
efectivos que haga falta con tal de tener una victoria decisiva. De los judíos,
por otro lado, viviendo como viven en una pequeña isla en medio de un mar
árabe, podría esperarse que cogieran al vuelo la oportunidad de explotar su
actual ventaja ofreciendo una paz negociada. Su situación militar es tal que el
tiempo y el número corren forzosamente en su contra. Si uno tiene en cuenta los
intereses vitales objetivos de los pueblos árabe y judío, especialmente en
función de la situación actual y el futuro bienestar de Oriente Próximo – donde
una guerra a gran escala será inevitablemente una invitación para todo género
de intervenciones internacionales –, el actual deseo de ambos pueblos de luchar
a ultranza es pura irracionalidad.
Una de las razones de este proceso antinatural y, por lo que al pueblo
judío respecta, trágico es un cambio decisivo que se ha producido en la opinión
pública judía al compás de las confusas decisiones políticas adoptadas por las
grandes potencias.
El hecho es que el sionismo ha logrado su más importante victoria entre el
pueblo judío en el preciso momento en que sus logros en Palestina se hallan en
mayor peligro. Esto puede no parecer extraordinario a aquellos que siempre han
creído que la construcción de una patria judía era el logro más importante –
quizás el único logro real – de los judíos en nuestro siglo y que, en último
término, nadie que quisiera seguir siendo judío podía permanecer al margen de
los acontecimientos de Palestina. No obstante, el sionismo siempre ha sido de
hecho una cuestión partidista y controvertida; la Agencia Judía, aún
pretendiendo hablar en nombre de la totalidad del pueblo judío, era plenamente
consciente de que representaba sólo a una fracción de éste. La situación ha
cambiado de la noche a la mañana. Con la excepción de unos pocos antisionistas
recalcitrantes, a quienes nadie puede tomar muy en serio, no hay actualmente
ninguna organización judía y casi ningún judío individual que no apoye en
privado o en público la partición y el establecimiento de un Estado judío.
Los intelectuales judíos de izquierda que hasta hace relativamente poco
miraban al sionismo por encima del hombro, como una ideología para espíritus
débiles, y que consideraban la construcción de una patria judía como una
empresa condenada al fracaso que ellos, en su gran sabiduría, habían rechazado
incluso antes de empezar; los hombres de negocios judíos cuyo interés por la
política judía había estado siempre determinado por la cuestión crucial de cómo
mantener a los judíos fuera de los titulares de prensa; los filántropos judíos
que habían visto en Palestina un acto de beneficencia terriblemente caro, que
detraía fondos de otros fines “mas valiosos”; los lectores de la prensa Yddish
que, durante decenios, habían estado sincera aunque ingenuamente
convencidos de que EEUU era la tierra prometida: todos ellos, desde el Bronx
hasta Park Avenue, siguiendo por Greenwich Village y acabando en Brooklin, se
hallan unidos hoy por la firme convicción de que es necesario un Estado judío,
que EEUU ha traicionado al pueblo judío, que el reino del terror instaurado por
los grupos Irgún y Stern está más o menos justificado y que el rabino Silver, David
Ben Gurión y Moshé Shertok son auténticos, aunque quizás demasiado moderados, estadistas
del pueblo judío.
Algo muy semejante a esta unanimidad creciente entre los judíos de EEUU ha
surgido en la propia Palestina. Exactamente igual que el sionismo había sido
una cuestión que había dado pie a polémicas partidistas entre los judíos
estadounidenses, también la cuestión árabe y la del Estado había sido objeto de
controversia dentro del movimiento sionista y de Palestina.
La opinión política estaba claramente dividida allí entre el chauvinismo de
los revisionistas, y el nacionalismo de la vía intermedia, propio del partido
mayoritario, y los sentimientos vehementemente antinacionalistas y
antiestatalistas de una gran parte del movimiento de los kibutzim, especialmente
el Hashomer Hatzair. Muy poco es lo que queda ahora de esas diferencias de
opinión.
El Hashomer Hatzair ha formado un partido con el Ahdut Avodah, sacrificando
su tradicional programa binacional ante el “hecho consumado” de la decisión de
las Naciones Unidas (organismo, dicho sea de paso, por el que nunca habían
sentido demasiado respeto cuando aún se llamaba Sociedad de Naciones). El
pequeño partido Alyah Hadashah, formado en su mayor parte por inmigrantes
recién llegados de Europa central, aún conserva algo de su antigua moderación y
sus simpatías hacia Inglaterra, y preferiría Weitzmann a Ben Gurión. Pero
puesto que Weitzmann y la mayoría de los miembros de esa organización habían
estado siempre a favor de la partición y, como todos los demás, del Programa
Biltmore, esa oposición equivale a poco más de una diferencia de
personalidades.
Es más, el estado de ánimo del país ha sido tal que el terrorismo y el
aumento de los métodos totalitarios se toleran en silencio y se aplauden en
secreto; y la oposición pública subyacente, que quien desea apelar al Yshuv
debe tener en cuenta, no presenta en absoluto divisiones importantes.
Aún más sorprendente que la creciente unanimidad de opinión entre los
judíos de Palestina, por un lado, y los judíos de los EEUU, por el otro, es el
hecho de que están esencialmente de acuerdo con la siguientes proposiciones
formuladas con mayor o menor precisión: ha llegado el momento del todo o nada,
victoria o muerte; las pretensiones árabes y las judías son irreconciliables y
sólo una decisión militar puede zanjar la cuestión; los árabes – todos los
árabes – son nuestros enemigos y aceptamos este hecho; sólo los liberales
trasnochados creen en compromisos, sólo los filisteos creen en la justicia y
sólo los shlemihl prefieren la verdad y la negociación a la propaganda y
las ametralladoras; la experiencia judía en los últimos decenios – o en los
últimos siglos, o durante los últimos 2000 años – ha servido para hacernos
despertar por fin y hacernos velar por nosotros mismos; sólo eso es real, todo
lo demás es sentimentalismo estúpido; todo el mundo está contra nosotros: Gran
Bretaña es antisemita, EEUU es imperialista, Rusia podría ser nuestra aliada
durante cierto tiempo porque da la casualidad de que sus intereses coinciden
con los nuestros; pero a fin de cuentas solo podemos contar con nosotros
mismos; en suma: estamos dispuestos a hundirnos luchando, y a todo aquel que se
interponga en nuestro camino lo consideraremos un traidor y cualquier cosa que
se haga para obstaculizarnos la consideraremos una puñalada por la espalda.
Sería frívolo negar la estrecha conexión existente entre este talante
propio de los judíos de cualquier parte del mundo y la reciente catástrofe
europea, con la consiguiente injusticia e insensibilidad sin límites hacia los
supervivientes transformados sin compasión alguna en masas de desplazados. El
resultado ha sido un espectacular y rápido cambio de lo que llamamos el
carácter nacional. Tras 2000 años de “mentalidad de Galut”, el pueblo ha
dejado súbitamente de creer en la supervivencia como un bien último en sí mismo
y ha pasado, en el transcurso de pocos años, al extremo opuesto. Ahora los
judíos creen en la lucha a ultranza y piensan que “hundirse” es un método
sensato de hacer política.
Una opinión unánime es un fenómeno muy inquietante, característico de
nuestra época moderna de cultura de masas. Destruye la vida social y personal,
que se basa en el hecho de que somos diferentes por naturaleza y convicciones.
Sostener diferentes opiniones y ser consciente de que otras personas piensan de
manera diferente sobre el mismo asunto nos protege de esa certeza casi divina que
bloquea toda discusión y reduce las relaciones sociales a las propias de un
hormiguero. Una opinión pública unánime tiende a eliminar físicamente a los
discrepantes, pues la unanimidad de masas no es el resultado del acuerdo sino
de una expresión de fanatismo e histeria. En contraste con el acuerdo, la
unanimidad no se limita a unos objetos bien definidos, sino que se extiende
como una infección por todos los asuntos que guardan entre sí alguna relación.
Así, la unanimidad judía sobre la cuestión palestina ha provocado ya un
cierto desplazamiento vago e inarticulado en la dirección de unas simpatías
prosoviéticas, desplazamiento que afecta incluso a personas que durante más de
25 años han denunciado constantemente la política bolchevique. Más
significativos aún que estos cambios de talante y actitud general han sido los
intentos de establecer una orientación antioccidental y prosoviética dentro del
movimiento sionista. La dimisión de Moshé Sneh, el organizador de la
inmigración ilegal y persona que había gozado de gran prestigio en la Hagannah,
es importante al respecto; y las manifestaciones hechas en diversas
ocasiones por casi todos los delegados palestinos en EEUU apuntan cada vez con
más fuerza en esta dirección. Por último el programa del nuevo partido
palestino de izquierda formado mediante la fusión del Hashomer Hatzair y Ahdut
Avodah ha dejado la clara constancia de que la razón principal para no unirse
al partido mayoritario es su deseo de que la política exterior sionista se apoye
más en Rusia que en las democracias occidentales.
La mentalidad subyacente a esta comprensión tan poco realista de la
política rusa y de las consecuencias de someterse a ella tiene una larga
tradición en el sionismo. Como es comprensible en un pueblo sin experiencia
política, ha existido siempre la esperanza infantil de que algún hermano mayor
acudiría en apoyo del pueblo judío para resolver sus problemas, protegerlo de
los árabes y regalarle un hermoso estado judío con todos sus ornamentos. Este
papel lo desempeñó en la imaginación de los judíos Gran Bretaña… hasta la
publicación del Libro Blanco; y debido a esta ingenua confianza y una
igualmente ingenua subestimación de las fuerzas árabes, los dirigentes judíos
dejaron durante decenios escapar una oportunidad tras otra de llegar a un
acuerdo con los árabes. Tras el estallido de la segunda guerra mundial, y
especialmente a partir del programa Biltmore, el imaginario papel de hermano
mayor de los judíos recayó en EEUU. Pero muy pronto ha quedado claro que EEUU
no está en mejor posición para hacerse cargo de la tarea que los británicos, por
lo que ahora sólo queda Rusia como única potencia en la que cifrar locas
esperanzas. Es digno de mención, no obstante, que Rusia es el primer hermano
mayor en el que ni siquiera los judíos confían demasiado. Por primera vez hay
una nota de cinismo en las esperanzas judías.
Desgraciadamente, esta sana desconfianza no está provocada tanto por una
sospecha específica acerca de la política soviética como por otra creencia tradicionalmente
sionista que a estas alturas se ha apoderado de todos los sectores del pueblo
judío: la cínica y arraigada convicción de que todos los gentiles son
antisemitas y de que todos y todo está contra los judíos, que, en palabras de
Herzl, el mundo puede dividirse en “antisemitas vergonzantes y antisemitas
desvergonzados”, y que el “significado esencial del sionismo es la rebelión de
los judíos contra su inútil e infortunada misión, que ha consistido en retar a
los gentiles a ser más crueles de lo que osan ser sin forzarles a ser tan
amables como deberían, (con el resultado que la rebelión sionista ha acabado
reproduciendo) con una perspectiva deformada del cuadro dinámico de la misión
de Israel” (Benjamín Halpern, The New Leader, diciembre de 1947). En otras
palabras, la hostilidad generalizada de los gentiles, fenómeno que Herzl
pensaba que iba dirigido únicamente contra los judíos del Galut y que, por
consiguiente, desaparecería con la normalización del pueblo judío en Palestina,
suponen ahora los sionistas que es un hecho inalterable, un rasgo eterno de la
historia judía que se repite en cualquier circunstancia, incluso en Palestina.
Esta actitud es, obviamente, puro chauvinismo racista, e igualmente obvio
resulta que esa división entre los judíos y todos los demás pueblos – a los que
hay que clasificar de enemigos – no se diferencia de otras teorías sobre la
raza dominante (aún cuando la “raza dominante judía” no está destinada a la
conquista sino al suicidio por sus protagonistas). Se pone asimismo de
manifiesto que cualquier interpretación de la política orientada con arreglo a
semejantes “principios” carece irremediablemente de conexión con las realidades
de este mundo. No obstante, es un hecho que semejantes actitudes permean tácita
o explícitamente la atmósfera general del mundo judío y, en consecuencia, los
dirigentes judíos pueden amenazar con el suicidio en masa ante el aplauso de
sus oyentes, y el terrible e irresponsable “o, en caso contrario, nos
hundiremos” se traduce en todas las declaraciones oficiales judías,
independientemente de lo radicales o moderadas que sean sus fuentes.
Todo aquel que cree en un régimen democrático de gobierno conoce la
importancia de una oposición leal. La tragedia de la política judía en este
momento es que está totalmente determinada por la Agencia Judía y que no existe
ninguna oposición apreciable a ella, ni en Palestina ni en EEUU.
Desde los tiempos de la Declaración de Balfour, la oposición leal en la
política sionista estaba constituida por los no sionistas (tal era ciertamente
el caso después de 1929, cuando la Agencia Judía ampliada eligió a la mitad de
su Ejecutivo de entre los no sionistas). Pero, a todos los efectos prácticos,
la oposición no sionista es hoy inexistente. Esta situación lamentable vino
favorecida, si no causada, por el hecho de que EEUU y las Naciones Unidas
hicieron finalmente suya una exigencia judía extremista que los no sionistas
habían siempre considerado totalmente falta de realismo. Con el apoyo de las
grandes potencias a un Estado judío, los no sionistas se creyeron refutados por
la realidad misma. Su repentina pérdida de relevancia y su impotencia delante
de los que se sentían justificados para considerar un hecho consumado fueron el
resultado de una actitud que ha identificado siempre la realidad con la suma de
aquellos hechos impuestos por los poderes existentes (y sólo por ellos). Habían
creído en la Declaración Balfour más que en el deseo del pueblo judío de construir
su patria; habían contado más con el gobierno británico o estadounidense que
con el pueblo que vivía en oriente próximo. Se habían negado a seguir el
programa Biltmore, pero lo aceptaron en cuanto fue reconocido por los EEUU y
las Naciones Unidas.
Ahora bien, si los no sionistas hubiesen querido actuar como auténticos
realistas en la política judía, deberían haber insistido una y otra vez en que
la única realidad permanente dentro de toda aquella constelación de factores
era la presencia de árabes en Palestina, realidad que ninguna decisión podía
alterar, como no fuera la decisión de establecer un estado totalitario impuesto
por la fuerza bruta correspondiente. En lugar de ello, confundieron las
decisiones de las grandes potencias con las realidades últimas y les faltó el
coraje de avisar, no sólo a sus hermanos judíos, sino también a sus gobiernos
respectivos, de las posibles consecuencias de la partición y la proclamación de
un Estado judío. Resultó bastante siniestro que no quedara ningún partido
sionista de importancia que se opusiera a la decisión del 29 de noviembre, comprometiéndose
una minoría con el Estado judío y los demás (la mayoría dirigida por
Weitzmann), con la partición; pero resultó directamente trágico que en ese
momento, el más crucial de todos, la leal oposición de los no sionistas
desapareciera sin más.
A la vista de la “desesperación y la resolución” del Yishuv (tal como
recientemente lo expuso un delegado palestino) y de las amenazas suicidas de
los dirigentes judíos, podría resultar útil recordar a los judíos y al mundo
que es lo que se “hundirá” si la tragedia se abate finalmente sobre Palestina.
Palestina y la construcción de una patria judía constituyen hoy la gran
esperanza y el gran orgullo de los judíos de todo el mundo. Qué les ocurriría a
los judíos, individual y colectivamente, si esa esperanza y ese orgullo se
anegaran en otra catástrofe es algo que supera la imaginación. Pero es seguro
que se convertiría en el hecho central de la historia judía, y, posiblemente,
en el comienzo de la disolución del pueblo judío. No hay ningún judío en el
mundo cuya perspectiva global sobre la vida y el mundo no quedara radicalmente
alterada por semejante tragedia.
Si el Yishuv se viene abajo, arrastrará en su caída los asentamientos
colectivos, los kibutzim, que constituyen quizás el más prometedor de todos los
experimentos sociales realizados en el siglo XX, así como la porción más
excelente de la patria judía.
En ellos, en completa libertad y sin intromisión de gobierno alguno, se ha
creado una nueva forma de propiedad, un nuevo tipo de explotación agraria, una
nueva forma de vida familiar y de educación infantil, así como nuevas maneras
de abordar los embarazosos conflictos entre la ciudad y el campo, entre el
trabajo rural y el industrial.
La población de los kibutzim ha estado demasiado absorta en su silenciosa y
eficaz revolución como para hacerse oír lo suficiente en la política sionista.
Es verdad que los miembros del Irgún y del grupo Stern no se han reclutado en
los kibutzim, como lo es que los kibutzim no han presentado ningún obstáculo
serio al terrorismo.
Es precisamente esta abstención de la política, esa concentración
entusiasta en los problemas inmediatos, lo que ha permitido a los pioneros de
los kibutzim seguir adelante con su labor, sin verse afectados por las
ideologías más nocivas de nuestro tiempo, creando nuevas leyes y nuevas pautas
de conducta, estableciendo nuevas costumbres y nuevos valores incorporándolos e
integrándolos en nuevas instituciones. La pérdida de los kibutzim, la ruina del
nuevo tipo de hombre que ha producido, la destrucción de sus instituciones y el
olvido que se tragaría el fruto de sus experiencias, todo ello constituiría uno
de los golpes más duros a las esperanzas de todos aquellos, judíos y no judíos,
que no han hecho ni harán nunca las paces con la sociedad de nuestros días y
sus normas. Pues este experimento judío en Palestina ofrece una esperanza de
soluciones que serán aceptables y aplicables no sólo en casos individuales,
sino también para la gran masa de los hombres de cualquier lugar cuya dignidad
y humanidad se ven tan seriamente amenazadas por las presiones de la vida
moderna y sus problemas no resueltos.
Aún otro precedente, o al menos su posibilidad, se vendría abajo con el
Yishuv: la estrecha cooperación entre dos pueblos, uno que incorpora los rasgos
más avanzados de la civilización europea, el otro, una antigua víctima de la
opresión colonial y el atraso. La idea de la cooperación judeo-árabe, aunque
nunca se ha hecho realidad a escala alguna y hoy parece estar más lejos que
nunca, no es un ensueño idealista, sino la escueta afirmación del hecho de que,
sin ella, toda la aventura judía en Palestina está condenada. Los judíos y los
árabes se podrían ver forzados por las circunstancias a mostrar al mundo que no
existen diferencias insalvables entre ambos pueblos. En efecto, el
establecimiento de semejante modus vivendi podría en último término
servir de modelo para contrarrestar las peligrosas tendencias de los pueblos
anteriormente oprimidos a cortar los vínculos con el resto del mundo y
desarrollar complejos nacionalistas de superioridad.
Se han perdido ya muchas oportunidades de abrir camino a una amistad judeo-árabe,
pero ninguno de esos fracasos puede alterar el hecho básico de que la
existencia de los judíos en Palestina depende del logro de aquella. Es más, los
judíos cuentan con una ventaja en el hecho de que, excluidos como estuvieron
durante siglos de la historia oficial, tampoco tienen ningún pasado
imperialista que asimilar. Todavía pueden actuar como una vanguardia en las
relaciones internacionales a una escala pequeña pero valiosa (igual que en los
kibutzim han actuado ya como vanguardia en las relaciones sociales pese al
número relativamente insignificante de personas participantes).
Pocas dudas puede haber acerca del resultado final de una guerra total
entre árabes y judíos. Uno puede ganar muchas batallas sin ganar una guerra. Y
hasta ahora, ninguna auténtica batalla ha tenido lugar en Palestina.
Aún cuando los judíos hubieran de ganar la guerra, su final dejaría
destruidas las posibilidades y logros sin parangón del sionismo en Palestina.
El país que surgiría sería algo bastante distinto del sueño de los judíos de
todo el mundo, sionistas y no sionistas. Los judíos “victoriosos” vivirían
rodeados por una población árabe totalmente hostil, encerrados en unas
fronteras permanentemente amenazadas, absortos en su autodefensa física hasta
un punto que ahogaría todos los demás intereses y actividades. El crecimiento
de una cultura judía dejaría de ser la preocupación del pueblo entero; los
experimentos sociales habrían de dejarse a un lado como lujos impracticables;
el pensamiento político se centraría en la estrategia militar; el desarrollo
económico quedaría determinado únicamente por las necesidades de la guerra. Y
todo esto sería el destino de una nación que – independientemente de cuántos
inmigrantes pudiera aún absorber y cuánto pudiera ampliar sus fronteras (la
totalidad de Palestina y Transjordania reivindica el desatinado programa
revisionista) – seguiría siendo un pueblo muy pequeño superado ampliamente en
número por unos vecinos hostiles.
En tales circunstancias (como Ernst Simon ha señalado), los judíos de
Palestina degenerarían en una de esas pequeñas tribus guerreras sobre cuyas
posibilidades e importancia la historia nos ha aleccionado ampliamente desde
los tiempos de Esparta. Sus relaciones con el mundo se harían problemáticas, pues
sus intereses defensivos podrían chocar en cualquier momento con los de otros
países en los que viviera un gran número de judíos. Los judíos de Palestina
podrían llegar a separarse del grueso de los judíos del mundo y, en semejante
situación de aislamiento, convertirse en un pueblo enteramente nuevo. De este
modo se pone de manifiesto que en este momento y bajo las circunstancias
actuales un Estado judío sólo se puede identificar en detrimento de la patria
judía.
Afortunadamente, todavía quedan algunos judíos que han demostrado en estos
días amargos que tienen demasiada sabiduría y demasiado sentido de la
responsabilidad como para seguir ciegamente el camino por el que unas masas
desesperadas y fanatizadas quisieran conducirlos. Todavía quedan, pese a todas
las apariencias, unos cuántos árabes que se muestran incómodos con el cariz
fascista creciente de sus movimientos nacionales.
Hasta hace muy poco, además, los árabes palestinos se sentían relativamente
poco implicados en el conflicto con los judíos, y la lucha actual contra éstos
sigue en manos de los llamados voluntarios procedentes de los países vecinos. Pero
incluso esta situación ha empezado a cambiar ahora. Las evacuaciones de Haifa y
Tiberíades por sus poblaciones árabes constituyen hasta ahora los
acontecimientos más sombríos de toda la guerra árabe-judía. Dichas evacuaciones
no se podrían haber llevado a cabo sin una preparación minuciosa, y es poco
probable que sean espontáneas. No obstante, es altamente dudoso que la
dirección árabe, que al crear grupos de personas sin hogar entre los árabes
palestinos pretende encender al mundo musulmán, hubiera logrado persuadir a
decenas de miles de residentes urbanos de que abandonaran todas sus propiedades
inmuebles al primer aviso, de no ser porque la matanza de Deir Yassin desató el
pánico a los judíos entre la población árabe. Y otro crimen que jugó a favor de
los dirigentes árabes se cometió en la propia Haifa pocos meses antes, cuando
el Irgún lanzó una bomba contra una fila de obreros árabes junto a la refinería
de Haifa, uno de los pocos lugares donde judíos y árabes llevaban años
trabajando codo con codo.
Las implicaciones políticas de dichos actos, ninguno de los cuales tenía
objetivo militar alguno, están demasiado claras en ambos casos: estaban dirigidos
a aquellos lugares donde las relaciones de vecindad entre árabes y judíos no
habían sido completamente destruidas; pretendían desatar la cólera de la
población árabe a fin de alejar de los dirigentes judíos toda tentación de
negociar; crearon aquella atmósfera de complicidad objetiva que es siempre uno
de los requisitos principales para el ascenso de grupos terroristas al poder.
Y, de hecho, ninguna dirección judía hizo nada para impedir al Irgún tomar en
sus manos los asuntos políticos y declarar la guerra a todos los árabes en
nombre de la comunidad judía. Las tibias protestas de la Agencia Judía y la
Hagannah, siempre a remolque de los acontecimientos, fueron seguidas dos días
más tarde por el anuncio desde Tel Aviv de que el Irgún y la Hagannah estaban a
punto de concluir un acuerdo. El ataque del Irgún a Jaffa denunciado
inicialmente por la Hagannah, fue seguido de un acuerdo de acción conjunta y
del envío de unidades de la Hagannah a Jaffa. Ello muestra hasta qué punto la
iniciativa política esta ya en manos de los terroristas.
El actual ejecutivo de la Agencia Judía y el Vaad Leumí han demostrado
ampliamente hasta ahora que no quieren o no pueden impedir que los terroristas
tomen las decisiones políticas por todo el Yishuv. Habría que preguntarse
incluso si la Agencia Judía está todavía en condiciones de negociar una tregua
temporal, pues su mantenimiento dependería en gran medida del consentimiento de
los grupos extremistas. Es muy posible que esta sea una de las razones por las
que los representantes de la Agencia, aunque deben de conocer las imperiosas
necesidades de su pueblo, dejaron que se rompieran las recientes negociaciones
sobre una tregua. Puede que hayan estado remisos a revelar al mundo entero su
falta de poder y autoridad efectivos.
Las Naciones Unidas y EEUU se han limitado hasta ahora a aceptar los
delegados elegidos de los pueblos judío y árabe, que era desde luego lo que
correspondía hacer. Tras la ruptura de las negociaciones sobre la tregua, sin
embargo, se diría que a las grandes potencias sólo les quedan dos alternativas:
abandonar el país (con la posible excepción de los santos lugares) a una guerra
que no solo se puede convertir en otro exterminio de los judíos, sino también
en un conflicto internacional a gran escala; o bien ocupar el país con tropas
extranjeras y gobernarlo sin tener demasiado en cuenta a los judíos ni a los
árabes. La segunda alternativa es claramente imperialista y acabaría muy
probablemente en un fracaso si no se llevara a cabo mediante un gobierno
totalitario con toda su parafernalia de terror policial.
No obstante, se puede encontrar una forma de salir de ese embrollo si las
Naciones Unidas logran reunir, en esta situación inaudita, el coraje de dar un
paso sin precedentes, a saber, acudir a aquellos individuos judíos y árabes,
aislados hasta ahora por su fama de creyentes sinceros en la cooperación
judeo-árabe, y pedirles que negocien ellos una tregua. Por el lado judío, el
llamado grupo Ijud, entre los sionistas, así como ciertos destacados no
sionistas, son sin duda las personas más idóneas hoy para esta tarea.
Dicha tregua, o mejor, acuerdo preliminar, aunque se negociara entre partes
no acreditadas, demostraría a los judíos y a los árabes que puede hacerse. Sabida
es la proverbial veleidad de las masas; existen serias posibilidades de que se
produzca un cambio rápido y radical de actitud, requisito para cualquier
auténtica solución.
Semejante operación, sin embargo, sólo podrá ser feliz si ambas partes
hacen simultáneamente concesiones. El Libro Blanco ha sido un obstáculo enorme,
a la vista de las terribles necesidades de los judíos desplazados. Sin una
solución de su problema, no cabe esperar mejora alguna en la actitud del pueblo
judío. La inmediata admisión en Palestina de judíos desplazados, aunque
limitada en el tiempo y el número, así como la inmediata admisión de judíos y
otras personas desplazadas en EEUU al margen del sistema de contingentes, son
requisitos previos de una solución sensata. Por otro lado, hay que garantizar a
los árabes palestinos una participación bien definida en el desarrollo judío
del país que, bajo cualquier circunstancia, va a seguir siendo su patria común.
Esto no sería imposible si las enormes cifras que ahora se gastan en la defensa
y la reconstrucción pudieran emplearse en la realización del proyecto de la
Autoridad del Valle del Jordán.
No puede caber duda alguna de que una administración fiduciaria como la
propuesta por el presidente Truman y hecha suya por el Dr. Magnes es la mejor
solución temporal. Tendría la ventaja de impedir el establecimiento de una
soberanía cuyo único derecho soberano sería el del suicidio. Propiciaría
asimismo un período de enfriamiento de la situación. Podría poner en marcha el
proyecto de la Autoridad del Valle del Jordán como empresa de gobierno y podría
crear, para su ejecución, comités locales judeo-árabes bajo la supervisión y
los auspicios de una autoridad internacional. Podría nombrar miembros de la
intelectualidad judía y árabe para puestos de la administración local y
municipal. Y por último, pero no menos importante, la administración
fiduciaria, sobre todo el territorio de Palestina, pospondría y posiblemente
impediría la partición del país.
Es verdad que muchos judíos no fanáticos de sincera buena voluntad han
creído en la partición como una manera posible de resolver el conflicto
árabe-judío. A la luz de las realidades políticas, militares y geográficas, sin
embargo, esto ha sido siempre una forma de confusión de los deseos con la
realidad. La partición de un país tan pequeño significaría, en el mejor de los
casos, la petrificación del conflicto, lo que daría como resultado la
paralización del desarrollo de ambos pueblos y, en el peor de los casos, una
fase temporal durante la que ambas partes se prepararían para continuar la
guerra. La propuesta alternativa de un Estado federado, apoyada también
recientemente por el Dr. Magnes, es mucho más realista, a pesar de que
establece un gobierno común para dos pueblos diferentes, obvia la problemática
constelación de mayoría-minoría, que por definición resulta insoluble. Una
estructura federal, además, habría de apoyarse en unos consejos de base
judeo-árabes, lo que significaría que el conflicto judeo-árabe se resolvería en
el nivel más bajo y más prometedor de proximidad y vecindad. Un Estado federal,
por último, podría ser la vía de paso natural a cualquier estructura federal
posterior y de mayor alcance en Oriente Próximo y en la región mediterránea.
Sin embargo, un Estado federal como el que se propone en el Plan Morrison
está fuera de las posibilidades políticas reales del momento. Tal como están
ahora las cosas, sería casi tan insensato proclamar un Estado federal sobre las
cabezas y contra la voluntad de ambos pueblos como ya lo ha sido proclamar la
partición. No es este, ciertamente, tiempo de soluciones finales; cada paso
posible practicable es hoy un esfuerzo exploratorio cuyo objetivo principal es
la pacificación y nada más que eso.
La administración fiduciaria no es un ideal ni una solución eterna. Pero la
política raramente ofrece soluciones ideales o eternas. Una administración
fiduciaria de las Naciones Unidas solo podría llevarse eficazmente a cabo si
EEUU y Gran Bretaña estuvieran dispuestos a respaldarla, independientemente de
lo que ocurriera. Esto no significa necesariamente contraer grandes compromisos
militares. Quedan todavía muchas posibilidades de reclutar fuerzas policiales in
situ si a los actuales miembros del Alto Comité Arabe y de la Agencia judía
se les niega autoridad sobre el país. Pequeñas unidades locales formadas por
judíos y árabes bajo el mando de oficiales superiores de países que son
miembros de las Naciones Unidas podrían convertirse en una importante escuela
de futura colaboración en el gobierno.
Desgraciadamente, en una atmósfera de histeria, semejantes propuestas
tienen demasiadas probabilidades de ser rechazadas como “puñaladas por la
espalda” o sea carentes de realismo.
Pero no son nada de eso, por el contrario, constituyen la única manera de
salvar la realidad de la patria judía.
Mas allá de cuáles sean las consecuencias del estancamiento actual, los
siguientes factores objetivos deberían ser criterios axiomáticos sobre el bien
y el mal, lo que es justo y lo que no lo es:
1.
El
objetivo real de los judíos en Palestina es la consolidación de una patria
judía. Ese objetivo nunca ha de sacrificarse a la pseudo soberanía de un Estado
judío.
2.
La
independencia de Palestina se puede alcanzar únicamente con una base sólida de
cooperación judeo-árabe. Mientras se siga proclamando por parte de líderes
judíos y árabes que “no hay puentes” entre ambas comunidades (como ha
manifestado Moshé Shertok) el territorio no puede ser entregado a la prudencia
política de sus propios habitantes.
3.
La
eliminación de todos los grupos terroristas (sin llegar a acuerdos con ellos) y
el castigo inmediato de todas las acciones terroristas (y no la mera protesta) constituirán la única
prueba válida de que el pueblo judío en Palestina ha recobrado su sentido de la
realidad política y de que el liderazgo sionista vuelve a ser lo bastante
responsable para confiarle los destinos del Yishuv.
4.
La
inmigración judía a Palestina, limitada en el número y el tiempo, es el único
“mínimo irreducible” de la política judía.
5.
Un
autogobierno local y consejos municipales y rurales judeo-árabes mixtos, a
pequeña escala y tan numerosos como sea posible, constituyen las únicas medidas
políticas realistas que pueden terminar haciendo posible la emancipación
política de Palestina.
Aún no es demasiado tarde.
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