Ante lo que se ha convertido hoy el Estado de Israel, un texto profético de Hannah Arendt escrito en mayo de 1948. "Salvar la patria judía", en el que propone un estado binacional

 

Fuente: Hannah Arendt: "Escritos Judíos". Edición a cargo de Jerome Kohn y Ron H. Feldman. Página 484 y ss. Ediciones Paidós Ibérica S.A. Barcelona, 2009.

Cuando el 29 de noviembre de 1947 las Naciones Unidas aceptaron la partición de Palestina y el establecimiento de un estado judío, se dio por supuesto que no sería necesaria ninguna fuerza externa para aplicar esta decisión.

A los árabes les costó menos de 2 meses destruir esta ilusión y a Estados Unidos menos de tres dar la vuelta a su posición sobre el asunto, retirar su apoyo a la partición en las Naciones Unidas y proponer una administración fiduciaria para Palestina. De todos los estados miembros de las Naciones Unidas, sólo la Rusia soviética y sus satélites dejaron inequívocamente claro que seguían estando a favor de la partición y la inmediata proclamación de un estado judío.

La administración fiduciaria fue rechazada al mismo tiempo tanto por la Agencia Judía como por el Alto Comité Árabe. Los judíos alegaron el derecho moral a adherirse a la decisión original de las Naciones Unidas; los árabes alegaron un derecho igualmente moral a adherirse al principio de libre determinación de la Sociedad de Naciones, de conformidad con el cual Palestina sería gobernada por su actual mayoría árabe y a los judíos se les garantizaría sus derechos como minoría. La Agencia Judía, por su parte, anunció la proclamación de un Estado judío el 16 de mayo, al margen de cualquier decisión de las Naciones Unidas. Lo cierto, entre tanto, era que la administración fiduciaria, del mismo modo que la partición, exigiría la intervención de un poder exterior que impusiera su cumplimiento.

Un llamamiento de última hora a favor de una tregua, hecho a ambas partes bajo los auspicios de los EEUU, fracasó a los 2 días. De este llamamiento había dependido la última oportunidad de evitar una intervención extranjera, al menos temporalmente. Tal como están las cosas en este momento, no se divisa ni una sola solución o proposición viable en relación con el conflicto palestino que pudiera aplicarse sin el peso de una autoridad exterior.

Estas últimas semanas de guerra de guerrillas debieran haber demostrado a árabes y judíos lo costosa y destructiva que promete ser la guerra en la que se han embarcado. En los últimos días, los judíos han obtenido algunos éxitos iniciales que demuestran su superioridad relativa sobre las actuales fuerzas árabes de Palestina. Los árabes, sin embargo, en lugar de negociar al menos treguas locales, han decidido evacuar ciudades y poblaciones enteras antes que permanecer en territorio dominado por los judíos. Esta conducta revela con más eficacia que todas las proclamas la negativa árabe a llegar a compromiso alguno; es evidente que han decidido invertir el tiempo y el número de efectivos que haga falta con tal de tener una victoria decisiva. De los judíos, por otro lado, viviendo como viven en una pequeña isla en medio de un mar árabe, podría esperarse que cogieran al vuelo la oportunidad de explotar su actual ventaja ofreciendo una paz negociada. Su situación militar es tal que el tiempo y el número corren forzosamente en su contra. Si uno tiene en cuenta los intereses vitales objetivos de los pueblos árabe y judío, especialmente en función de la situación actual y el futuro bienestar de Oriente Próximo – donde una guerra a gran escala será inevitablemente una invitación para todo género de intervenciones internacionales –, el actual deseo de ambos pueblos de luchar a ultranza es pura irracionalidad.

Una de las razones de este proceso antinatural y, por lo que al pueblo judío respecta, trágico es un cambio decisivo que se ha producido en la opinión pública judía al compás de las confusas decisiones políticas adoptadas por las grandes potencias.

El hecho es que el sionismo ha logrado su más importante victoria entre el pueblo judío en el preciso momento en que sus logros en Palestina se hallan en mayor peligro. Esto puede no parecer extraordinario a aquellos que siempre han creído que la construcción de una patria judía era el logro más importante – quizás el único logro real – de los judíos en nuestro siglo y que, en último término, nadie que quisiera seguir siendo judío podía permanecer al margen de los acontecimientos de Palestina. No obstante, el sionismo siempre ha sido de hecho una cuestión partidista y controvertida; la Agencia Judía, aún pretendiendo hablar en nombre de la totalidad del pueblo judío, era plenamente consciente de que representaba sólo a una fracción de éste. La situación ha cambiado de la noche a la mañana. Con la excepción de unos pocos antisionistas recalcitrantes, a quienes nadie puede tomar muy en serio, no hay actualmente ninguna organización judía y casi ningún judío individual que no apoye en privado o en público la partición y el establecimiento de un Estado judío.

Los intelectuales judíos de izquierda que hasta hace relativamente poco miraban al sionismo por encima del hombro, como una ideología para espíritus débiles, y que consideraban la construcción de una patria judía como una empresa condenada al fracaso que ellos, en su gran sabiduría, habían rechazado incluso antes de empezar; los hombres de negocios judíos cuyo interés por la política judía había estado siempre determinado por la cuestión crucial de cómo mantener a los judíos fuera de los titulares de prensa; los filántropos judíos que habían visto en Palestina un acto de beneficencia terriblemente caro, que detraía fondos de otros fines “mas valiosos”; los lectores de la prensa Yddish que, durante decenios, habían estado sincera aunque ingenuamente convencidos de que EEUU era la tierra prometida: todos ellos, desde el Bronx hasta Park Avenue, siguiendo por Greenwich Village y acabando en Brooklin, se hallan unidos hoy por la firme convicción de que es necesario un Estado judío, que EEUU ha traicionado al pueblo judío, que el reino del terror instaurado por los grupos Irgún y Stern está más o menos justificado y que el rabino Silver, David Ben Gurión y Moshé Shertok son auténticos, aunque quizás demasiado moderados, estadistas del pueblo judío.

Algo muy semejante a esta unanimidad creciente entre los judíos de EEUU ha surgido en la propia Palestina. Exactamente igual que el sionismo había sido una cuestión que había dado pie a polémicas partidistas entre los judíos estadounidenses, también la cuestión árabe y la del Estado había sido objeto de controversia dentro del movimiento sionista y de Palestina.

La opinión política estaba claramente dividida allí entre el chauvinismo de los revisionistas, y el nacionalismo de la vía intermedia, propio del partido mayoritario, y los sentimientos vehementemente antinacionalistas y antiestatalistas de una gran parte del movimiento de los kibutzim, especialmente el Hashomer Hatzair. Muy poco es lo que queda ahora de esas diferencias de opinión.

El Hashomer Hatzair ha formado un partido con el Ahdut Avodah, sacrificando su tradicional programa binacional ante el “hecho consumado” de la decisión de las Naciones Unidas (organismo, dicho sea de paso, por el que nunca habían sentido demasiado respeto cuando aún se llamaba Sociedad de Naciones). El pequeño partido Alyah Hadashah, formado en su mayor parte por inmigrantes recién llegados de Europa central, aún conserva algo de su antigua moderación y sus simpatías hacia Inglaterra, y preferiría Weitzmann a Ben Gurión. Pero puesto que Weitzmann y la mayoría de los miembros de esa organización habían estado siempre a favor de la partición y, como todos los demás, del Programa Biltmore, esa oposición equivale a poco más de una diferencia de personalidades.

Es más, el estado de ánimo del país ha sido tal que el terrorismo y el aumento de los métodos totalitarios se toleran en silencio y se aplauden en secreto; y la oposición pública subyacente, que quien desea apelar al Yshuv debe tener en cuenta, no presenta en absoluto divisiones importantes.

Aún más sorprendente que la creciente unanimidad de opinión entre los judíos de Palestina, por un lado, y los judíos de los EEUU, por el otro, es el hecho de que están esencialmente de acuerdo con la siguientes proposiciones formuladas con mayor o menor precisión: ha llegado el momento del todo o nada, victoria o muerte; las pretensiones árabes y las judías son irreconciliables y sólo una decisión militar puede zanjar la cuestión; los árabes – todos los árabes – son nuestros enemigos y aceptamos este hecho; sólo los liberales trasnochados creen en compromisos, sólo los filisteos creen en la justicia y sólo los shlemihl prefieren la verdad y la negociación a la propaganda y las ametralladoras; la experiencia judía en los últimos decenios – o en los últimos siglos, o durante los últimos 2000 años – ha servido para hacernos despertar por fin y hacernos velar por nosotros mismos; sólo eso es real, todo lo demás es sentimentalismo estúpido; todo el mundo está contra nosotros: Gran Bretaña es antisemita, EEUU es imperialista, Rusia podría ser nuestra aliada durante cierto tiempo porque da la casualidad de que sus intereses coinciden con los nuestros; pero a fin de cuentas solo podemos contar con nosotros mismos; en suma: estamos dispuestos a hundirnos luchando, y a todo aquel que se interponga en nuestro camino lo consideraremos un traidor y cualquier cosa que se haga para obstaculizarnos la consideraremos una puñalada por la espalda.

Sería frívolo negar la estrecha conexión existente entre este talante propio de los judíos de cualquier parte del mundo y la reciente catástrofe europea, con la consiguiente injusticia e insensibilidad sin límites hacia los supervivientes transformados sin compasión alguna en masas de desplazados. El resultado ha sido un espectacular y rápido cambio de lo que llamamos el carácter nacional. Tras 2000 años de “mentalidad de Galut”, el pueblo ha dejado súbitamente de creer en la supervivencia como un bien último en sí mismo y ha pasado, en el transcurso de pocos años, al extremo opuesto. Ahora los judíos creen en la lucha a ultranza y piensan que “hundirse” es un método sensato de hacer política.

Una opinión unánime es un fenómeno muy inquietante, característico de nuestra época moderna de cultura de masas. Destruye la vida social y personal, que se basa en el hecho de que somos diferentes por naturaleza y convicciones. Sostener diferentes opiniones y ser consciente de que otras personas piensan de manera diferente sobre el mismo asunto nos protege de esa certeza casi divina que bloquea toda discusión y reduce las relaciones sociales a las propias de un hormiguero. Una opinión pública unánime tiende a eliminar físicamente a los discrepantes, pues la unanimidad de masas no es el resultado del acuerdo sino de una expresión de fanatismo e histeria. En contraste con el acuerdo, la unanimidad no se limita a unos objetos bien definidos, sino que se extiende como una infección por todos los asuntos que guardan entre sí alguna relación.

Así, la unanimidad judía sobre la cuestión palestina ha provocado ya un cierto desplazamiento vago e inarticulado en la dirección de unas simpatías prosoviéticas, desplazamiento que afecta incluso a personas que durante más de 25 años han denunciado constantemente la política bolchevique. Más significativos aún que estos cambios de talante y actitud general han sido los intentos de establecer una orientación antioccidental y prosoviética dentro del movimiento sionista. La dimisión de Moshé Sneh, el organizador de la inmigración ilegal y persona que había gozado de gran prestigio en la Hagannah, es importante al respecto; y las manifestaciones hechas en diversas ocasiones por casi todos los delegados palestinos en EEUU apuntan cada vez con más fuerza en esta dirección. Por último el programa del nuevo partido palestino de izquierda formado mediante la fusión del Hashomer Hatzair y Ahdut Avodah ha dejado la clara constancia de que la razón principal para no unirse al partido mayoritario es su deseo de que la política exterior sionista se apoye más en Rusia que en las democracias occidentales.

La mentalidad subyacente a esta comprensión tan poco realista de la política rusa y de las consecuencias de someterse a ella tiene una larga tradición en el sionismo. Como es comprensible en un pueblo sin experiencia política, ha existido siempre la esperanza infantil de que algún hermano mayor acudiría en apoyo del pueblo judío para resolver sus problemas, protegerlo de los árabes y regalarle un hermoso estado judío con todos sus ornamentos. Este papel lo desempeñó en la imaginación de los judíos Gran Bretaña… hasta la publicación del Libro Blanco; y debido a esta ingenua confianza y una igualmente ingenua subestimación de las fuerzas árabes, los dirigentes judíos dejaron durante decenios escapar una oportunidad tras otra de llegar a un acuerdo con los árabes. Tras el estallido de la segunda guerra mundial, y especialmente a partir del programa Biltmore, el imaginario papel de hermano mayor de los judíos recayó en EEUU. Pero muy pronto ha quedado claro que EEUU no está en mejor posición para hacerse cargo de la tarea que los británicos, por lo que ahora sólo queda Rusia como única potencia en la que cifrar locas esperanzas. Es digno de mención, no obstante, que Rusia es el primer hermano mayor en el que ni siquiera los judíos confían demasiado. Por primera vez hay una nota de cinismo en las esperanzas judías.

Desgraciadamente, esta sana desconfianza no está provocada tanto por una sospecha específica acerca de la política soviética como por otra creencia tradicionalmente sionista que a estas alturas se ha apoderado de todos los sectores del pueblo judío: la cínica y arraigada convicción de que todos los gentiles son antisemitas y de que todos y todo está contra los judíos, que, en palabras de Herzl, el mundo puede dividirse en “antisemitas vergonzantes y antisemitas desvergonzados”, y que el “significado esencial del sionismo es la rebelión de los judíos contra su inútil e infortunada misión, que ha consistido en retar a los gentiles a ser más crueles de lo que osan ser sin forzarles a ser tan amables como deberían, (con el resultado que la rebelión sionista ha acabado reproduciendo) con una perspectiva deformada del cuadro dinámico de la misión de Israel” (Benjamín Halpern, The New Leader, diciembre de 1947). En otras palabras, la hostilidad generalizada de los gentiles, fenómeno que Herzl pensaba que iba dirigido únicamente contra los judíos del Galut y que, por consiguiente, desaparecería con la normalización del pueblo judío en Palestina, suponen ahora los sionistas que es un hecho inalterable, un rasgo eterno de la historia judía que se repite en cualquier circunstancia, incluso en Palestina.

Esta actitud es, obviamente, puro chauvinismo racista, e igualmente obvio resulta que esa división entre los judíos y todos los demás pueblos – a los que hay que clasificar de enemigos – no se diferencia de otras teorías sobre la raza dominante (aún cuando la “raza dominante judía” no está destinada a la conquista sino al suicidio por sus protagonistas). Se pone asimismo de manifiesto que cualquier interpretación de la política orientada con arreglo a semejantes “principios” carece irremediablemente de conexión con las realidades de este mundo. No obstante, es un hecho que semejantes actitudes permean tácita o explícitamente la atmósfera general del mundo judío y, en consecuencia, los dirigentes judíos pueden amenazar con el suicidio en masa ante el aplauso de sus oyentes, y el terrible e irresponsable “o, en caso contrario, nos hundiremos” se traduce en todas las declaraciones oficiales judías, independientemente de lo radicales o moderadas que sean sus fuentes.

Todo aquel que cree en un régimen democrático de gobierno conoce la importancia de una oposición leal. La tragedia de la política judía en este momento es que está totalmente determinada por la Agencia Judía y que no existe ninguna oposición apreciable a ella, ni en Palestina ni en EEUU.

Desde los tiempos de la Declaración de Balfour, la oposición leal en la política sionista estaba constituida por los no sionistas (tal era ciertamente el caso después de 1929, cuando la Agencia Judía ampliada eligió a la mitad de su Ejecutivo de entre los no sionistas). Pero, a todos los efectos prácticos, la oposición no sionista es hoy inexistente. Esta situación lamentable vino favorecida, si no causada, por el hecho de que EEUU y las Naciones Unidas hicieron finalmente suya una exigencia judía extremista que los no sionistas habían siempre considerado totalmente falta de realismo. Con el apoyo de las grandes potencias a un Estado judío, los no sionistas se creyeron refutados por la realidad misma. Su repentina pérdida de relevancia y su impotencia delante de los que se sentían justificados para considerar un hecho consumado fueron el resultado de una actitud que ha identificado siempre la realidad con la suma de aquellos hechos impuestos por los poderes existentes (y sólo por ellos). Habían creído en la Declaración Balfour más que en el deseo del pueblo judío de construir su patria; habían contado más con el gobierno británico o estadounidense que con el pueblo que vivía en oriente próximo. Se habían negado a seguir el programa Biltmore, pero lo aceptaron en cuanto fue reconocido por los EEUU y las Naciones Unidas.

Ahora bien, si los no sionistas hubiesen querido actuar como auténticos realistas en la política judía, deberían haber insistido una y otra vez en que la única realidad permanente dentro de toda aquella constelación de factores era la presencia de árabes en Palestina, realidad que ninguna decisión podía alterar, como no fuera la decisión de establecer un estado totalitario impuesto por la fuerza bruta correspondiente. En lugar de ello, confundieron las decisiones de las grandes potencias con las realidades últimas y les faltó el coraje de avisar, no sólo a sus hermanos judíos, sino también a sus gobiernos respectivos, de las posibles consecuencias de la partición y la proclamación de un Estado judío. Resultó bastante siniestro que no quedara ningún partido sionista de importancia que se opusiera a la decisión del 29 de noviembre, comprometiéndose una minoría con el Estado judío y los demás (la mayoría dirigida por Weitzmann), con la partición; pero resultó directamente trágico que en ese momento, el más crucial de todos, la leal oposición de los no sionistas desapareciera sin más.

A la vista de la “desesperación y la resolución” del Yishuv (tal como recientemente lo expuso un delegado palestino) y de las amenazas suicidas de los dirigentes judíos, podría resultar útil recordar a los judíos y al mundo que es lo que se “hundirá” si la tragedia se abate finalmente sobre Palestina.

Palestina y la construcción de una patria judía constituyen hoy la gran esperanza y el gran orgullo de los judíos de todo el mundo. Qué les ocurriría a los judíos, individual y colectivamente, si esa esperanza y ese orgullo se anegaran en otra catástrofe es algo que supera la imaginación. Pero es seguro que se convertiría en el hecho central de la historia judía, y, posiblemente, en el comienzo de la disolución del pueblo judío. No hay ningún judío en el mundo cuya perspectiva global sobre la vida y el mundo no quedara radicalmente alterada por semejante tragedia.

Si el Yishuv se viene abajo, arrastrará en su caída los asentamientos colectivos, los kibutzim, que constituyen quizás el más prometedor de todos los experimentos sociales realizados en el siglo XX, así como la porción más excelente de la patria judía.

En ellos, en completa libertad y sin intromisión de gobierno alguno, se ha creado una nueva forma de propiedad, un nuevo tipo de explotación agraria, una nueva forma de vida familiar y de educación infantil, así como nuevas maneras de abordar los embarazosos conflictos entre la ciudad y el campo, entre el trabajo rural y el industrial.

La población de los kibutzim ha estado demasiado absorta en su silenciosa y eficaz revolución como para hacerse oír lo suficiente en la política sionista. Es verdad que los miembros del Irgún y del grupo Stern no se han reclutado en los kibutzim, como lo es que los kibutzim no han presentado ningún obstáculo serio al terrorismo.

Es precisamente esta abstención de la política, esa concentración entusiasta en los problemas inmediatos, lo que ha permitido a los pioneros de los kibutzim seguir adelante con su labor, sin verse afectados por las ideologías más nocivas de nuestro tiempo, creando nuevas leyes y nuevas pautas de conducta, estableciendo nuevas costumbres y nuevos valores incorporándolos e integrándolos en nuevas instituciones. La pérdida de los kibutzim, la ruina del nuevo tipo de hombre que ha producido, la destrucción de sus instituciones y el olvido que se tragaría el fruto de sus experiencias, todo ello constituiría uno de los golpes más duros a las esperanzas de todos aquellos, judíos y no judíos, que no han hecho ni harán nunca las paces con la sociedad de nuestros días y sus normas. Pues este experimento judío en Palestina ofrece una esperanza de soluciones que serán aceptables y aplicables no sólo en casos individuales, sino también para la gran masa de los hombres de cualquier lugar cuya dignidad y humanidad se ven tan seriamente amenazadas por las presiones de la vida moderna y sus problemas no resueltos.

Aún otro precedente, o al menos su posibilidad, se vendría abajo con el Yishuv: la estrecha cooperación entre dos pueblos, uno que incorpora los rasgos más avanzados de la civilización europea, el otro, una antigua víctima de la opresión colonial y el atraso. La idea de la cooperación judeo-árabe, aunque nunca se ha hecho realidad a escala alguna y hoy parece estar más lejos que nunca, no es un ensueño idealista, sino la escueta afirmación del hecho de que, sin ella, toda la aventura judía en Palestina está condenada. Los judíos y los árabes se podrían ver forzados por las circunstancias a mostrar al mundo que no existen diferencias insalvables entre ambos pueblos. En efecto, el establecimiento de semejante modus vivendi podría en último término servir de modelo para contrarrestar las peligrosas tendencias de los pueblos anteriormente oprimidos a cortar los vínculos con el resto del mundo y desarrollar complejos nacionalistas de superioridad.

Se han perdido ya muchas oportunidades de abrir camino a una amistad judeo-árabe, pero ninguno de esos fracasos puede alterar el hecho básico de que la existencia de los judíos en Palestina depende del logro de aquella. Es más, los judíos cuentan con una ventaja en el hecho de que, excluidos como estuvieron durante siglos de la historia oficial, tampoco tienen ningún pasado imperialista que asimilar. Todavía pueden actuar como una vanguardia en las relaciones internacionales a una escala pequeña pero valiosa (igual que en los kibutzim han actuado ya como vanguardia en las relaciones sociales pese al número relativamente insignificante de personas participantes).

Pocas dudas puede haber acerca del resultado final de una guerra total entre árabes y judíos. Uno puede ganar muchas batallas sin ganar una guerra. Y hasta ahora, ninguna auténtica batalla ha tenido lugar en Palestina.

Aún cuando los judíos hubieran de ganar la guerra, su final dejaría destruidas las posibilidades y logros sin parangón del sionismo en Palestina. El país que surgiría sería algo bastante distinto del sueño de los judíos de todo el mundo, sionistas y no sionistas. Los judíos “victoriosos” vivirían rodeados por una población árabe totalmente hostil, encerrados en unas fronteras permanentemente amenazadas, absortos en su autodefensa física hasta un punto que ahogaría todos los demás intereses y actividades. El crecimiento de una cultura judía dejaría de ser la preocupación del pueblo entero; los experimentos sociales habrían de dejarse a un lado como lujos impracticables; el pensamiento político se centraría en la estrategia militar; el desarrollo económico quedaría determinado únicamente por las necesidades de la guerra. Y todo esto sería el destino de una nación que – independientemente de cuántos inmigrantes pudiera aún absorber y cuánto pudiera ampliar sus fronteras (la totalidad de Palestina y Transjordania reivindica el desatinado programa revisionista) – seguiría siendo un pueblo muy pequeño superado ampliamente en número por unos vecinos hostiles.

En tales circunstancias (como Ernst Simon ha señalado), los judíos de Palestina degenerarían en una de esas pequeñas tribus guerreras sobre cuyas posibilidades e importancia la historia nos ha aleccionado ampliamente desde los tiempos de Esparta. Sus relaciones con el mundo se harían problemáticas, pues sus intereses defensivos podrían chocar en cualquier momento con los de otros países en los que viviera un gran número de judíos. Los judíos de Palestina podrían llegar a separarse del grueso de los judíos del mundo y, en semejante situación de aislamiento, convertirse en un pueblo enteramente nuevo. De este modo se pone de manifiesto que en este momento y bajo las circunstancias actuales un Estado judío sólo se puede identificar en detrimento de la patria judía.

Afortunadamente, todavía quedan algunos judíos que han demostrado en estos días amargos que tienen demasiada sabiduría y demasiado sentido de la responsabilidad como para seguir ciegamente el camino por el que unas masas desesperadas y fanatizadas quisieran conducirlos. Todavía quedan, pese a todas las apariencias, unos cuántos árabes que se muestran incómodos con el cariz fascista creciente de sus movimientos nacionales.

Hasta hace muy poco, además, los árabes palestinos se sentían relativamente poco implicados en el conflicto con los judíos, y la lucha actual contra éstos sigue en manos de los llamados voluntarios procedentes de los países vecinos. Pero incluso esta situación ha empezado a cambiar ahora. Las evacuaciones de Haifa y Tiberíades por sus poblaciones árabes constituyen hasta ahora los acontecimientos más sombríos de toda la guerra árabe-judía. Dichas evacuaciones no se podrían haber llevado a cabo sin una preparación minuciosa, y es poco probable que sean espontáneas. No obstante, es altamente dudoso que la dirección árabe, que al crear grupos de personas sin hogar entre los árabes palestinos pretende encender al mundo musulmán, hubiera logrado persuadir a decenas de miles de residentes urbanos de que abandonaran todas sus propiedades inmuebles al primer aviso, de no ser porque la matanza de Deir Yassin desató el pánico a los judíos entre la población árabe. Y otro crimen que jugó a favor de los dirigentes árabes se cometió en la propia Haifa pocos meses antes, cuando el Irgún lanzó una bomba contra una fila de obreros árabes junto a la refinería de Haifa, uno de los pocos lugares donde judíos y árabes llevaban años trabajando codo con codo.

Las implicaciones políticas de dichos actos, ninguno de los cuales tenía objetivo militar alguno, están demasiado claras en ambos casos: estaban dirigidos a aquellos lugares donde las relaciones de vecindad entre árabes y judíos no habían sido completamente destruidas; pretendían desatar la cólera de la población árabe a fin de alejar de los dirigentes judíos toda tentación de negociar; crearon aquella atmósfera de complicidad objetiva que es siempre uno de los requisitos principales para el ascenso de grupos terroristas al poder. Y, de hecho, ninguna dirección judía hizo nada para impedir al Irgún tomar en sus manos los asuntos políticos y declarar la guerra a todos los árabes en nombre de la comunidad judía. Las tibias protestas de la Agencia Judía y la Hagannah, siempre a remolque de los acontecimientos, fueron seguidas dos días más tarde por el anuncio desde Tel Aviv de que el Irgún y la Hagannah estaban a punto de concluir un acuerdo. El ataque del Irgún a Jaffa denunciado inicialmente por la Hagannah, fue seguido de un acuerdo de acción conjunta y del envío de unidades de la Hagannah a Jaffa. Ello muestra hasta qué punto la iniciativa política esta ya en manos de los terroristas.

El actual ejecutivo de la Agencia Judía y el Vaad Leumí han demostrado ampliamente hasta ahora que no quieren o no pueden impedir que los terroristas tomen las decisiones políticas por todo el Yishuv. Habría que preguntarse incluso si la Agencia Judía está todavía en condiciones de negociar una tregua temporal, pues su mantenimiento dependería en gran medida del consentimiento de los grupos extremistas. Es muy posible que esta sea una de las razones por las que los representantes de la Agencia, aunque deben de conocer las imperiosas necesidades de su pueblo, dejaron que se rompieran las recientes negociaciones sobre una tregua. Puede que hayan estado remisos a revelar al mundo entero su falta de poder y autoridad efectivos.

Las Naciones Unidas y EEUU se han limitado hasta ahora a aceptar los delegados elegidos de los pueblos judío y árabe, que era desde luego lo que correspondía hacer. Tras la ruptura de las negociaciones sobre la tregua, sin embargo, se diría que a las grandes potencias sólo les quedan dos alternativas: abandonar el país (con la posible excepción de los santos lugares) a una guerra que no solo se puede convertir en otro exterminio de los judíos, sino también en un conflicto internacional a gran escala; o bien ocupar el país con tropas extranjeras y gobernarlo sin tener demasiado en cuenta a los judíos ni a los árabes. La segunda alternativa es claramente imperialista y acabaría muy probablemente en un fracaso si no se llevara a cabo mediante un gobierno totalitario con toda su parafernalia de terror policial.

No obstante, se puede encontrar una forma de salir de ese embrollo si las Naciones Unidas logran reunir, en esta situación inaudita, el coraje de dar un paso sin precedentes, a saber, acudir a aquellos individuos judíos y árabes, aislados hasta ahora por su fama de creyentes sinceros en la cooperación judeo-árabe, y pedirles que negocien ellos una tregua. Por el lado judío, el llamado grupo Ijud, entre los sionistas, así como ciertos destacados no sionistas, son sin duda las personas más idóneas hoy para esta tarea.

Dicha tregua, o mejor, acuerdo preliminar, aunque se negociara entre partes no acreditadas, demostraría a los judíos y a los árabes que puede hacerse. Sabida es la proverbial veleidad de las masas; existen serias posibilidades de que se produzca un cambio rápido y radical de actitud, requisito para cualquier auténtica solución.

Semejante operación, sin embargo, sólo podrá ser feliz si ambas partes hacen simultáneamente concesiones. El Libro Blanco ha sido un obstáculo enorme, a la vista de las terribles necesidades de los judíos desplazados. Sin una solución de su problema, no cabe esperar mejora alguna en la actitud del pueblo judío. La inmediata admisión en Palestina de judíos desplazados, aunque limitada en el tiempo y el número, así como la inmediata admisión de judíos y otras personas desplazadas en EEUU al margen del sistema de contingentes, son requisitos previos de una solución sensata. Por otro lado, hay que garantizar a los árabes palestinos una participación bien definida en el desarrollo judío del país que, bajo cualquier circunstancia, va a seguir siendo su patria común. Esto no sería imposible si las enormes cifras que ahora se gastan en la defensa y la reconstrucción pudieran emplearse en la realización del proyecto de la Autoridad del Valle del Jordán.

No puede caber duda alguna de que una administración fiduciaria como la propuesta por el presidente Truman y hecha suya por el Dr. Magnes es la mejor solución temporal. Tendría la ventaja de impedir el establecimiento de una soberanía cuyo único derecho soberano sería el del suicidio. Propiciaría asimismo un período de enfriamiento de la situación. Podría poner en marcha el proyecto de la Autoridad del Valle del Jordán como empresa de gobierno y podría crear, para su ejecución, comités locales judeo-árabes bajo la supervisión y los auspicios de una autoridad internacional. Podría nombrar miembros de la intelectualidad judía y árabe para puestos de la administración local y municipal. Y por último, pero no menos importante, la administración fiduciaria, sobre todo el territorio de Palestina, pospondría y posiblemente impediría la partición del país.

Es verdad que muchos judíos no fanáticos de sincera buena voluntad han creído en la partición como una manera posible de resolver el conflicto árabe-judío. A la luz de las realidades políticas, militares y geográficas, sin embargo, esto ha sido siempre una forma de confusión de los deseos con la realidad. La partición de un país tan pequeño significaría, en el mejor de los casos, la petrificación del conflicto, lo que daría como resultado la paralización del desarrollo de ambos pueblos y, en el peor de los casos, una fase temporal durante la que ambas partes se prepararían para continuar la guerra. La propuesta alternativa de un Estado federado, apoyada también recientemente por el Dr. Magnes, es mucho más realista, a pesar de que establece un gobierno común para dos pueblos diferentes, obvia la problemática constelación de mayoría-minoría, que por definición resulta insoluble. Una estructura federal, además, habría de apoyarse en unos consejos de base judeo-árabes, lo que significaría que el conflicto judeo-árabe se resolvería en el nivel más bajo y más prometedor de proximidad y vecindad. Un Estado federal, por último, podría ser la vía de paso natural a cualquier estructura federal posterior y de mayor alcance en Oriente Próximo y en la región mediterránea.

Sin embargo, un Estado federal como el que se propone en el Plan Morrison está fuera de las posibilidades políticas reales del momento. Tal como están ahora las cosas, sería casi tan insensato proclamar un Estado federal sobre las cabezas y contra la voluntad de ambos pueblos como ya lo ha sido proclamar la partición. No es este, ciertamente, tiempo de soluciones finales; cada paso posible practicable es hoy un esfuerzo exploratorio cuyo objetivo principal es la pacificación y nada más que eso.

La administración fiduciaria no es un ideal ni una solución eterna. Pero la política raramente ofrece soluciones ideales o eternas. Una administración fiduciaria de las Naciones Unidas solo podría llevarse eficazmente a cabo si EEUU y Gran Bretaña estuvieran dispuestos a respaldarla, independientemente de lo que ocurriera. Esto no significa necesariamente contraer grandes compromisos militares. Quedan todavía muchas posibilidades de reclutar fuerzas policiales in situ si a los actuales miembros del Alto Comité Arabe y de la Agencia judía se les niega autoridad sobre el país. Pequeñas unidades locales formadas por judíos y árabes bajo el mando de oficiales superiores de países que son miembros de las Naciones Unidas podrían convertirse en una importante escuela de futura colaboración en el gobierno.

Desgraciadamente, en una atmósfera de histeria, semejantes propuestas tienen demasiadas probabilidades de ser rechazadas como “puñaladas por la espalda” o sea carentes de realismo.

Pero no son nada de eso, por el contrario, constituyen la única manera de salvar la realidad de la patria judía.

Mas allá de cuáles sean las consecuencias del estancamiento actual, los siguientes factores objetivos deberían ser criterios axiomáticos sobre el bien y el mal, lo que es justo y lo que no lo es:

1.      El objetivo real de los judíos en Palestina es la consolidación de una patria judía. Ese objetivo nunca ha de sacrificarse a la pseudo soberanía de un Estado judío.

2.      La independencia de Palestina se puede alcanzar únicamente con una base sólida de cooperación judeo-árabe. Mientras se siga proclamando por parte de líderes judíos y árabes que “no hay puentes” entre ambas comunidades (como ha manifestado Moshé Shertok) el territorio no puede ser entregado a la prudencia política de sus propios habitantes.

3.      La eliminación de todos los grupos terroristas (sin llegar a acuerdos con ellos) y el castigo inmediato de todas las acciones terroristas  (y no la mera protesta) constituirán la única prueba válida de que el pueblo judío en Palestina ha recobrado su sentido de la realidad política y de que el liderazgo sionista vuelve a ser lo bastante responsable para confiarle los destinos del Yishuv.

4.      La inmigración judía a Palestina, limitada en el número y el tiempo, es el único “mínimo irreducible” de la política judía.

5.      Un autogobierno local y consejos municipales y rurales judeo-árabes mixtos, a pequeña escala y tan numerosos como sea posible, constituyen las únicas medidas políticas realistas que pueden terminar haciendo posible la emancipación política de Palestina.

Aún no es demasiado tarde.

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